Esta reflexión, seguramente, hará que más de uno empiece a
leer esta nota mal predispuesto, pero allá vamos: Basta sentarse un rato en una
tribuna a observar un partido de divisiones inferiores, para caer en la cuenta
que “el padre no siempre es el mejor
aliado del entrenador en la tarea de hacer de su hijo un buen deportista”.
La fauna deportiva de las divisiones menores tiene entre sus
especies al popular “Padre Puteador”,
algo así como un lobo con piel de cordero que en la previa suele charlar
animadamente y sociabilizar con propios y extraños, pero que conforme avanza el
partido, empieza a transformarse en un temible propalador de insultos hacia la
figura del árbitro de turno; pero que si el nene o la nena jugaron poco o estuvieron
mucho tiempo en el banco, también dirigirá sus dardos hacia el entrenador que
osó no darle cancha.
Convengamos que todos los padres, en algún momento, nos
ponemos en mayor o menor medida el disfraz de “Padre Puteador”. Dificilmente alguien pueda sentirse libre de
pecado como para arrojar la primera piedra. El deporte es pasión y tener a
nuestros hijos jugando incrementa considerablemente esa vertiente pasional.
Pero cuando el patrón de conducta se hace reiterativo, el ejemplo que estamos
dando no es el ideal.
El insulto es agresión, y el árbitro y el entrenador, en la
cancha, son ni más ni menos que la autoridad a la que está sometido nuestro
hijo, el mismo al que le estamos mostrando una manera poco diplomática de
cuestionar, y el mismo al que en casa le exigimos respeto y educación.
El “Padre Puteador”
es apasionado, al punto de llegar al entretiempo afónico, y entre ellos hay
quienes culpa del desborde suelen ser expulsados de la cancha como si fueran un
jugador. Hay “Padres Puteadores” que
son conocedores del deporte que practica su hijo, pero también los hay de aquellos
que llegaron al deporte en cuestión porque al nene se le ocurrió jugarlo o
porque algún profesor lo reclutó en la colonia de vacaciones o el colegio, y en
consecuencia, van aprendiendo de a poquito algunas cosas de reglamento o
táctica, lo que no los inhibe a la hora de sentenciar si “la infracción estuvo bien cobrada” o si el DT eligió el sistema
defensivo correcto para ese rival.
Los chicos no suelen estar preparados para absorber la
presión que a veces inconsciente e inocentemente les tiramos encima desde la
tribuna. Los gritos, que a veces empiezan desde el primer fallo dudoso,
desconcentran y atentan contra su capacidad de hacer un buen juego y disfrutar
el partido. Los más chicos, porque se apichonan ante tanto barullo; y los
adolescentes, porque generalmente se pasan de vueltas ante el exceso de
adrenalina que viene desde las gradas.
Todo esto no hace otra cosa que generar confusión en el chico,
que a veces no sabe que patrón seguir. Así, llegamos al padre que termina
cuestionando alguna decisión del entrenador, y al DT que mira con recelo a esa
tribuna poblada de padres que “no saben
nada de deportes”.
Las cifras millonarias que se mueven en el mundo deportivo,
sumado a la pasión que conllevan los colores y la inevitable proyección que el
padre hace sobre el hijo de sus logros, frustraciones y deseos, suelen producir
un coctel demasiado explosivo y, por ende, difícil de manejar.
Los padres siempre queremos lo mejor para nuestros hijos, de
eso no hay dudas. Pero a veces perdemos la brújula y terminamos confundiéndolos
y atentando contra lo que tendría que ser, en principio, una actividad lúdica
de contenido social. Porque los llevamos al club a hacer deporte para eso,
¿no?, ¿O todos tenemos a Messi, Ginóbili o a Luciana Aymar en la habitación de
al lado?
Manejar las propias expectativas es vital para no provocar
una influencia negativa en el chico. Los mensajes confusos no hacen otra cosa
que marear a niños que por un lado escuchan a los mayores pregonar que el
deporte es para hacer amigos, mientras que el contenido violento que viene de
la tribuna o desde el mismísimo banco de suplentes contribuyen a hacerle flor
de lío en la cabeza.
El Mensaje, sobre todo en los primeros años de vida, debe
ser lo más claro posible, porque los chicos no están en condiciones de
decodificar la información como los adultos. ¿Qué tal si dejamos a nuestros
chicos/as disfrutar del deporte de la manera que ellos deseen?
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