Basta sentarse un rato en una tribuna a observar un partido de divisiones inferiores de cualquier deporte para caer en la cuenta que “el padre no siempre es el mejor aliado del entrenador en la tarea de hacer de su hijo un buen deportista”.
La fauna deportiva de las divisiones menores tiene entre sus especies al popular “Padre Puteador”, una especie de lobo con piel de cordero que en la previa suele charlar animadamente y sonreir, pero que conforme avanza el partido, empieza a transformarse en un temible propalador de insultos hacia la figura del árbitro de turno; y que si el nene jugó poco o comió banco, también dirigirá sus dardos hacia el entrenador que osó no darle cancha a su vástago.
Convengamos que todos, en algún momento, nos ponemos en mayor o menor medida el disfraz de “Padre Puteador”. Dificilmente alguien zafe de ello. Sino, aquel que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra. El deporte es pasión y tener a nuestros hijos jugando incrementa considerablemente esa vertiente pasional. Pero cuando el patrón de conducta se hace reiterativo, el ejemplo que estamos dando no es el ideal.
El insulto es agresión, y el árbitro y el entrenador, en la cancha, son ni más ni menos que la autoridad a la que está sometido nuestro hijo, el mismo al que le estamos mostrando una manera poco diplomática de cuestionar, y el mismo al que en casa le exigimos respeto y educación. Hmmm…
El “Padre Puteador” es apasionado, al punto de llegar al entretiempo afónico, y entre ellos hay quienes culpa del desborde suelen ser expulsados de la cancha como si fueran un jugador. Hay “Padres Puteadores” que son conocedores del deporte que practica su hijo (en Argentina hay 40 millones de técnicos de fútbol, ¿no?), pero también los hay de aquellos que llegaron al deporte en cuestión porque al nene se le ocurrió jugar al básquet, al voley o al handball, y van aprendiendo de a poquito algunas cosas de reglamento o táctica, lo que no los inhibe a la hora de sentenciar si “la caminata estuvo bien cobrada” o si el DT eligió el sistema defensivo correcto para ese rival.
Los chicos no suelen estar preparados para absorver la presión que a veces inconciente e inocentemente les tiramos encima desde la tribuna. Los gritos, que a veces empiezan desde el primer fallo dudoso, desconcentran y atentan contra su capacidad de hacer un buen juego y disfrutar el partido. Los más chicos, porque se apichonan ante tanto barullo; y los adolescentes, porque generalmente se pasan de rosca ante el exceso de adrenalina que viene del otro lado del alambrado.
Todo esto no hace otra cosa que generar confusión en el novel deportista, que a veces no sabe que patrón seguir. Así, llegamos al padre que termina cuestionando alguna decisión del entrenador, y al DT que mira con recelo a esa tribuna poblada de padres que “no saben nada de básquet, vóley, hockey, etc”.
Las cifras millonarias que se mueven en el mundo del deporte, sumado a la pasión que conllevan los colores y la inevitable proyección que el padre hace sobre el hijo de sus logros, frustraciones y deseos, suelen producir un coctel demasiado explosivo y, por ende, difícil de manejar.
Los padres siempre queremos lo mejor para nuestros hijos, de eso no hay dudas. Pero a veces perdemos la brújula y terminamos confundiéndolos y atentando contra lo que tendría que ser, en principio, una actividad lúdica de contenido social. Porque los llevamos al club a hacer deporte para eso, ¿no?, ¿O todos tenemos un Messi, un Ginóbili o una Sabatini en la habitación de al lado?
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario