Cuantas veces escuchamos: “Si este chico no aprende a defender no puede jugar”, o, como contrapartida “defiende como un león, pero si no cambia su actitud ofensiva va a ser un jugador del montón”

Sentenciar es fácil y también cruel. Lo hace el hincha, lo hace el dirigente y, lamentablemente, en muchos casos, también lo hace el entrenador, a veces acosado por los tiempos y la necesidad de conseguir resultados, otras por su propia incapacidad para comunicarse efectivamente y convencer a aquel que tiene que encarar el anhelado o necesario proceso de cambio.
El común de la gente piensa que aquel que habla bien o tiene facilidad de palabra se comunica bien, y no siempre es así. Comunicarse efectivamente es algo mucho más complejo que simplemente hablar bien. Implica hablar o transmitir información en el idioma o tono necesario para que el otro te entienda, y para eso es fundamental mirar al otro, reconocerlo y darse cuenta de cuales son los códigos que debo utilizar para producir el acercamiento, ya que solo así la información que intento transmitir será comprendida y asimilada.
Cambiar, crecer, no son tareas fáciles para aquel que viene de disfrutar en el estadío anterior de su carrera. Implica, fundamentalmente, aprender a adaptarse. Para el jugador profesional, que afronta por ejemplo un cambio de club o de entrenador, demandará reconocer el terreno y asumir que las necesidades son otras e implican un compromiso especial de su parte para tratar de estar a la altura. Para el deportista en formación, que suele toparse con un entrenador nuevo que exige cambios en su juego, implica asumir su condición de jugador en desarrollo, reconocer sus falencias o puntos débiles y confiar en el otro (el DT) la tarea de modelarlo y darle las herramientas para transformarlo en un jugador más completo. El gran problema, en ambos casos, radica en que tanto uno como otro (el profesional o el jugador en formación) deben abandonar la situación de comodidad para poder enfrentarse efectivamente al proceso de cambio. Eso implica, a veces, un gran esfuerzo que no siempre tenemos ganas de realizar, y ese es el embudo en el que quedan atrapados aquellos jugadores con talento o potencial que nunca terminan de explotar o dar el salto de calidad que la gente que los rodea sueña o espera.